El hombre está imponente y admirablemente formado. Es el punto de encuentro de las naturalezas descendente y ascendente. El palenque donde los potentes dioses libran sus batallas y los principados y potestades se esfuerzan en dominarlo.
La naturaleza del hombre es tan intrincada y compleja, que ni siquiera se ha podido examinar acabadamente su constitución física.
Si esto sucede con el cuerpo físico, francamente perceptible por los sentidos y cuyos órganos pueden tocarse y manejarse, ¿qué ocurrirá con nuestras naturalezas mental y espiritual, muchísimo más sutiles e imperceptibles?
Si no tenemos certidumbre respecto del cuerpo terrenal, ¿cuán grande no ha de ser nuestra ignorancia respecto de los cuerpos celestiales?
La finalidad de la vida humana es el logro de la liberación de todo cuanto la liga a la tierra.
Este esfuerzo es la suprema labor del hombre individualmente y de la humanidad colectivamente.
El conocido aforismo: "disolver y coagular" significa la ruptura de los lazos de la pasión que atan el alma a la materia, y después de disolver hasta los más sutiles hilos del deseo y el afecto, dirigir hacia lo alto la corriente de la vida y coagularla con los puros elementos del alma.
El cuerpo humano es la verdadera cruz en que se efectúa la crucifixión. Cada ego escoge la cruz más adecuada a su especial necesidad.
Por lo tanto, se ha de tener en cuenta que durante la transmutación y hasta que termine, el cuerpo, ha de sufrir los efectos del proceso que se está operando en su interior.
Si el hombre siguió una licenciosa conducta en el pasado y se arrepiente y quiere mudar de vida para ser un santo, no podrá realizar la conversión en un parpadeo, pues sus varios cuerpos, que como sabemos son vivientes organismos, no se someterán desde luego al cambio de frente efectuados por el ego.
Les parece que se les debía haber consultado sobre la conversión y manifiestan su disgusto por medio de molestias, dolores e incomodidades. Tales son en general los síntomas que acompañan a todo proceso de transmutación.
Por doquiera rige el mismo principio en los laboratorios de la Naturaleza.
Un poco de reflexión nos convencerá de la perfecta analogía entre la naturaleza y el hombre, y nos ayudara a ordenar nuestra conducta de modo que nos aprovechemos de las sabias previsiones de la naturaleza en beneficio de los seres de todos sus reinos.
Cuando por vez primera levanta el hombre los ojos al cielo en suplica de enaltecimiento, le aguarda muy tremenda labor, pues se han de romper los seculares apegos del cuerpo, mente y alma y establecer nuevas afinidades.
Considerando todas estas cosas desde el exterior, decimos que el hombre se ha de dominar a sí mismo; pero dudo de que alguno de nosotros se haya dado cuenta de la plenitud de gloria del realmente vencedor, pues significa la formación de un nuevo ser que deje de ser hombre y comience a ser Dios.
Por supuesto que la batalla se libra en el interior del hombre. Lo que vemos en la superficie no es más que el movimiento de las agujas en la esfera de un reloj. La maquinaria esta dentro. Los muelles de la conducta están ocultos a nuestra vista. La causa de las cosas trasciende nuestra penetración. A veces nos parece que nos conocemos y que sabemos cuáles son nuestros intereses; pero el verdadero hombre y sus verdaderas necesidades están más allá de nuestra compresión. Dios, en su infinita sabiduría, ha ordenado que el hombre desenvuelva gradualmente el conocimiento de sí mismo. Mientras se transmuta su naturaleza, se va infiltrando el conocimiento de su ser.
Sabernos que todas las cosas de este mundo obedecen a la Ley de analogía. La ley que rige el átomo es la misma que gobierna al hombre y la que preside la evolución humana es idéntica a la que rige el Universo.
Si así lo consideramos, ¡cuán significativa es cada una de nuestras acciones!
A veces ciertas acciones que por lo leves no denotan importancia, producen por derivación resultados kármicos de tremenda importancia para el prójimo y para el mundo.
Cuando se transmuten y refinen los elementos de nuestra naturaleza inferior, tendremos grandes poderes y muchos dones, y el peligro estará en que no sepamos apreciar justamente los solemnes deberes que entrañan.
Nunca es posible invalidar la Ley de Dios, y cuando la desobedecemos, nos quebrantamos a nosotros mismos.
Si el aspirante es lo bastante enérgico para perseverar a despecho de las pruebas que al avanzar le asalten, surgidas de cada lado del camino, la obra transmutadora entrara en la etapa de unificación; pero antes de lograrla ha de desarraigar de su naturaleza toda pasión, todo deseo, todo pensamiento de índole siniestra.
La Unificación es la corona de la magna obra, la recompensa de eones de penoso esfuerzo y fatigosa labor.
Verdaderamente bienaventurado el hombre en quien el Divino Ser está permanentemente unido con la personalidad, lo único perceptible de unos a otros mientras peregrinamos por la tierra.
Efectuada esta manifestación, el hombre deja de estar sujeto a las leyes del reino humano, ya no es un hijo del mundo, porque en el verdadero y profundísimo significado se ha convertido en hijo de Dios.
Aunque esta superior y nobilísima vida es eminentemente apetecible y todos quisiéramos de buena gana abrazarla, no debemos olvidar la torva realidad de la vida cotidiana, porque es el prosaico cimiento sobre el que se ha de erigir el edificio de la vida superior.
Por lo tanto, en nuestros esfuerzos por vivir la vida espiritual hemos de ser tan prácticos como lo somos en los menesteres de la vida ordinaria.
Sobre todo hemos de guiarnos por la razón, desechando las frivolidades, y después de hacer cuanto nos quepa para precavernos de las ciegas fuerzas de la naturaleza inferior y dominarla, recordemos que somos expresiones de una Magna Ley, y no podemos hacer nada mejor que someternos al Supremo Legislador, quien nos conoce y nos ama más de lo que nos conocemos y amamos.
Así decimos:
"En tus manos encomiendo mi espíritu y a tu amparo mi alma".
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