La Qabbalah (Santa Tradición Oral) es llamada la Ciencia de los 22 (las 22 letras del alfabeto hebraico), porque justamente sus principales “llaves” reposan sobre esos 22 Arcanos Mayores (en correspondencia con el Antiguo Tarot de los Colegios de Egipto). Así como algunos creen que Jesús había entregado verdaderas llaves de las puertas de su Iglesia al Apóstol Pedro... y entregado otras “llaves” más simbólicas a su discípulo Juan (enseñanza secreta), la Qabbalah nos da un problema muy simple en sus elementos de exposición, pero muy profundo para aquellos que pueden calar más allá de la letra y comprender el espíritu.
Se presenta así la Cerradura-tipo:Número del Nombre IeHoVaH = 26
(valor hasta los 12 primeros números impares)
Número del Nombre ADaM = 45.
Número del Patriarca HeNOCh = 84.
Número de la palabra LaT (oculta)= 39.
45+39=84 84+84=168.
168 = (suma de los números impares de 3 a 26).
168 + 360 = 528, número de MaPhTacH (una llave).
528 + 4 (valor de Daleth, significando “una puerta”) = 532.
532 es igual a la combinación del ciclo solar de 28 años y del ciclo lunar de 19 años.
PUERTA y LLAVE = Equilibrio (“en balanza”)
— “BeTheCel = 532.
Es el Libro del Misterio, de los Rabinos, la colección del ESPLENDOR” (Los Esplendores son los Sephiroths, verdadera base de toda la Qabbalah).
EL MISTERIO DE ISRAEL
En su libro “Moisés y la vocación judía”, Andrés Neher, escribe muy justamente: El “misterio” de Israel tan solemnemente afirmado en nuestro siglo no se comprende enteramente sino a la vista de Moisés. Ni Abraham, ni Oseas, ni Jeremías, han pensado y vivido, lo que había de irremplazable en Israel, con una convicción semejante a la de Moisés. Nuestro Padre, dicen los Judíos hablando de Abraham; nuestro Maestro, dicen evocando a Moisés. Diferencia importante, pero mucho menos capital que la siguiente: Abraham es el padre de la multitud de los pueblos, mientras que Moisés es el Maestro de ese pueblo. En Abraham se prefigura la comunión de todos los pueblos; en Moisés, en el seno mismo de la comunión, se realiza la irreductible vocación del pueblo judío” (página 23). Nosotros somos todos un poco discípulos de Moisés, a títulos diversos y a veces contradictorios, por nuestra fe y por nuestras dudas, por nuestra mística y por nuestro realismo, por nuestra plegaria y por nuestras revoluciones, por nuestras retiradas y por nuestros empeños. El judío, el cristiano, el musulmán, el humanista, el utopista social, el dialéctico materialista, el pensador existencial, todos reconocen en la Biblia la fuente, o al menos, el esbozo de sus opciones.
La obra de Moisés, sin embargo, no es la Biblia entera, sino sólo el Pentateuco, la Thora, la Ley.
Esos cinco libros (Pentateuco)1 que constituyen el comienzo de la Biblia, relatan la Génesis del mundo, el relato de la vida de Moisés, sus intervenciones en Egipto y el Éxodo, el cuerpo de la Ley del Levítico (revelada en el Monte Sinaí), los Números con las peripecias del pueblo conducido por Él y, para finalizar: el Deuteronomio que traduce el último discurso de Moisés y el relato de su muerte. De la Biblia (traducida actualmente a más de mil lenguas), es el Pentateuco de Moisés el que constituye a la vez la piedra de fundación y el umbral. Para situar a Moisés en el tiempo, es preciso remontarse a Thoutmes 1ro. (El advenimiento de esa nueva dinastía egipcia se sitúa hacia 1536 antes de la Era cristiana). Ese es el comienzo de la persecución del pueblo hebreo, que acabó durante la fase aguda, en la cual todos los niños fueron ahogados en el Nilo. Escondido hasta la edad de tres meses, Moisés fue colocado por su madre2 en los juncos del río. Descubierto por una hija del Faraón, fue confiado a Yokabed quien lo adoptó (El nombre de Moisés significa en egipcio “mi hijo”, pero puede también comprenderse en hebreo, como “lo he salvado de las aguas”). Pero, ¿quién es esa hija del Faraón? La Biblia relata los acontecimientos sin detallar exactamente los personajes, que pueden encontrarse de todas maneras gracias a la Historia. En efecto, en la lista de los Faraones de la XVIII dinastía se encuentra entre los Thoutmes un extraño personaje: una mujer-rey (y no reina). Se trata de la hija de Thoutmes I quien, desde su adolescencia recibió la corona en vida de su padre. Es en ese momento que como “hija de Faraón” pudo salvar y educar a un joven hebreo. Ella se desposó más tarde con Thoutmes II, cuyo reinado fue breve, por lo cual se convirtió en la esposa de Thoutmes III a quien eclipsó completamente. Durante una quincena de años, “ella” es el único Faraón y lleva el nombre de Hatshepsou, es pues un Rey y no una Reina: la desinencia “ou” indica el masculino y debe intencionalmente ocultar que ese rey es una mujer que llevaba antes en su nombre la desinencia femenina: Hatshepsout. El magnifico templo de Deir-el-Bahari es la obra de Hatshepsou, los cuadros fijan los detalles de la expedición memorable del Faraón-amazona (Victoria contra la Etiopía y el Pount = región de los Somalíes). El versículo 15 del segundo capítulo del Éxodo que indica un viraje de política, se explica muy bien por el hecho de que a la muerte de Hatshepsout, su esposo Thoutmes III, dio libre curso a su rencor. En los monumentos y en las tablas reales él destruyó inclusive el nombre de la que tanto le había humillado. Es natural, entonces, que Moisés (protegido de Hatshepsout) se viera amenazado de muerte. Por otra parte, la esclavitud de los hebreos prosigue bajo Thoutmes III y, según la Biblia, se necesitarán varias decenas de años antes de que éstos obtengan la liberación. Esto pasará bajo el reino de Amenofis II. Pero, donde la Historia se convierte en más iniciática, es bajo los sucesores de Thoutmes IV, a saber: Amenofis III y Amenofis IV, los dos faraones que caracterizan la Era de El-Amarna. A mitad de camino entre Tebas y Menfis se encuentra archivos muy importantes sobre una época de curiosas alteraciones culturales y religiosas. Puede verse en la actitud de Amenofis IV, una influencia del paso del espíritu de Moisés. Fuera de Israel, es en toda la Antigüedad el único instante de monoteísmo y es por lo que uno establece fácilmente la relación entre sus aventuras espirituales. La obra de Amenofis IV se dirige contra el sacerdocio de Amón (dios protector de la dinastía) e instaura a Atón (Dios Supremo), él mismo se convertirá en Ikhnatón (el hijo de Atón); su capital será Ikhaoutatón (hoy, El-Amarna). En realidad, no es útil detenerse aquí en ese Rey-Iniciado conocido de todos los estudiantes de Escuelas de Esoterismo. En fin, el sucesor de Amenofis-Ikhnatón, el célebre Tut-Ank-Amón, restableció todas las reglas convencionales con el culto de Amón, del cual lleva el nombre y, poco a poco, al perder su espíritu iniciático, Egipto se instaló en la opulencia material. El Nuevo Imperio, la XlX dinastía, los Ramsés, los obeliscos de Luxor, etc.
* * *
El relato bíblico del Éxodo es claro, si uno quiere darse la pena de referirse a los hechos históricos. Por supuesto, lo que es mencionado bajo el nombre de Faraón, se aplica sucesivamente a los diferentes Reyes y es fácil ver tanto las sucesiones como la evolución general. Las plagas, los milagros, esas ranas, esa miseria, esas heladas, y esas tinieblas, son “signos” de un simbolismo mitológico3. Así como las esfinges, los bueyes, los ibis, los gatos, los buitres. En el versículo 15 del capítulo VIII, uno ve desaparecer a los Altos Magos (los Maestros de los Colegios Iniciáticos) y el mismo Faraón pierde sus poderes; de hombres-divinos que eran, los Reyes-Iniciados se convertirán en profanos. De Osiris encarnado que él era, el Faraón de Egipto se ve reducido a hombre, al mismo título que el cautivo en su prisión (Éxodo, XII-30).
Llegamos ahí al punto crucial del Éxodo: la partida de Egipto.
Pero, ¿cuál es el primer Estatuto en la Obra de Moisés? Es en el Deuteronomio (VI-5) que encontramos la observación de los Mandamientos del Eterno junto con una primera mención estricta: “Amarás al Eterno, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Sin embargo, es en el capítulo XIX del Levítico donde la osadía de la Ley llega a su punto culminante en la exigencia de la “Santidad” (“Sed santos, ya que Yo soy Santo, Yo, vuestro Dios”). Y, Andrés Neher, explica: “El hombre es invitado no solamente a obedecer, sino que está llamado a imitar. La Thora no se reduce a un imperativo, tiende hacia otro modo en el participio; cuya imitación es el primer escalón. El capítulo (Levítico XIX) de la santidad humana por la imitación de la santidad de Dios, se aclara a la luz de ese tema de la imitación. El contenido y el objetivo de la Ley, es la vida. En la vida Divina, UNO es realizado: Santidad de Dios”. Más lejos, el autor de “Moisés y la vocación judía” (página 105) escribe aún: “Que Dios ame a los hombres, que él sea su padre, su protector, su patrón, es aquello que otros genios antiguos habían presentido si no claramente expresado. Pero que los hombres sean invitados a amar a Dios, he ahí algo que transforma la estructura religiosa del mundo. Todo pasa como si Dios revelara en la Thora, la exigencia del amor, porque Él tenía necesidad de ser amado. Es esa búsqueda de amor la que informa de la alianza y la que, desde el Sinaí le confiere su tonalidad a la vez ansiosa y exultante. De Adam a Noé, de Noé a los Patriarcas, de los Patriarcas al Sinaí, Dios ha permanecido incansablemente en busca de los hombres. Ahora en el Sinaí, Él los ha encontrado definitivamente. La nostalgia de Dios es satisfecha. Dios tiene un proyecto que Él quiere realizar con la participación de los hombres. Él llama a los hombres para cooperar con Él. La Thora no es otra cosa que el enunciado de los esfuerzos necesarios a una aventura común, sobre la tierra, entre Dios y los hombres. Ella es la carta del Reino de Dios sobre la tierra” (Vosotros Me perteneceréis, un Reino de sacerdotes y un pueblo santo, ya que la tierra entera Me pertenece. Éxodo, XIX-5 y 6).
¡Un reino de sacerdotes!
Tal es la palabra-llave de la Thora.
continuará...
Dr. Raynuad de La Ferriére
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